martes, 24 de junio de 2008

Mañana gris


Suena el despertador. Esta vez, no es para él. Según sus sueños, abstractos e indescifrables como es costumbre, hoy es ella la que tiene que callar el ruido. Pero él es muy buena gente y se pone de pie para apagarlo. En parte por amable, y en parte porque no lo deja dormir. Vuelve a sonar. Lo vuelve a callar. Desde anoche las sábanas están todas enredadas, pero la cama sigue siendo igual de cómoda. ¿Quién querría pararse y empezar el día, teniendo una cama que se siente tan cómoda, tan fresca al tacto con la cara? ¿Quién querría levantarse de la cama, estando ella allí?

Es la tercera vez que suena el despertador. Abre un poco los ojos, y se encuentra con los de ella. Se miran profundamente y sonríen al unísono.

Anoche se quedaron hasta tarde jugando entre las sábanas. Por fin están felices. Después de muchos meses en los que sólo era un sueño, después de estar a punto de darse por vencido, hoy por fin despiertan juntos. Con la conciencia a medio dormir, él no está seguro desde hace cuánto que es así. No importa. Hoy es así. Hoy, pasó toda la noche amándola.

Por eso ahora tiene tanto sueño. Por eso ahora el ruido del despertador no importa. Importa más el aliento de ella sobre su sonrisa.

Pero el reloj no se cansa de llamarlos. Como los grillos que no dejan de cantar toda la noche, como el viento sobre los árboles en la tarde, el pitido electrónico bajo el yugo de los números luminosos sigue con su fútil tarea de gritar en chillidos intermitentes. La voz suave de ella le suspira que tiene que llegar temprano al trabajo para resolver las tareas pendientes.

"No... ya acabé... no tengo nada... pensé que tú..."

Ella mueve un poco la cabeza de lado a lado mientras cierra los ojos, sonríe, y se acerca a él.

Docenas de besos y decenas de pitidos después, él empieza a recuperar la conciencia. Se levanta una última vez para atender al capataz automático, asegurándose de no sólo presionar el botón de "Cállate", sino mover el interruptor a la posición de "Cállate y no nos molestes más."

Es lunes, hay que ir a trabajar. Pero hoy no tan temprano. El sábado le tocó ir a la oficina un rato, para supervisar que su último proyecto se instale correctamente. Todo salió bien. Hoy, no hay mucho que hacer. Ella también recuerda que no está su jefe, y no tiene pendientes. Todo puede esperar. Nadie se molestará por que lleguen unos 60 ó 90 minutos tarde. Además, hace un poco de frío fuera de las sábanas, así que más vale estar cerca uno del otro. No hay prisa por salir.

De cualquier manera, habrá que levantarse en algún momento. Pero aún no. Los brazos y piernas de ella todavía no lo liberan. Entre nubes oníricas, está conciente de que el ronco chillido del buró no volverá a sonar, porque ya le dio la orden definitiva. Si no suena, probablemente se queden dormidos de nuevo, hasta las 10, 11 de la mañana. Eso ya sería demasiado. De repente el cuarto se ilumina más y se oyen otras voces. A tientas, sin abrir los ojos, busca el control remoto de la televisión. Logra encontrar el botón de apagado. Listo. No hay luz, no hay sonidos, no está la voz del locutor dando malas noticias. Sólo el rozar de sus labios, de sus dedos entre cabello, y las sábanas que no sabrían separar un cuerpo del otro. Se aman. Sueñan que se aman. Duerme.

Unos veinte sueños después, de nuevo siente la mano de ella sobre su mejilla. Esta vez con una voz un poco más despierta. "Se nos va a hacer tarde...". Empieza a recuperar la conciencia. El silencioso despertador dibuja "8:10". Una luz gris y opaca se asoma por las orillas de las cortinas. El día está nublado, como era de esperarse. Sólo un poco; no disminuye la luz que llega, sólo le quita el color. Él se levanta de la cama, con la rigidez en el cuerpo típica del amanecer. Ella lo nota y con una risa de picardía se hinca en la cama detrás de él, abrazándolo por la espalda. Un par de besos en la nuca. Ya no tendrán tiempo de desayunar, eso sería demasiado cinismo. Él entra al baño, se despide de la sobrecarga intestinal acumulada mientras termina de despertar por completo. Gira las llaves de la regadera. El vapor empieza a llenar el aire. Gira la otra llave. La puerta se abre.

Al verse en el espejo, nota que hoy es un buen día para rasurarse. Ella se asoma detrás de él, y le acaricia la mejilla rasposa. De cualquier manera, hoy llegarán tarde al trabajo. Veinte minutos más tarde no afectarán mucho, pero sí vale llegar bien arreglado. Por alguna razón, la gente tiene un respeto instintivo ante la gente con mejor apariencia. Así que, aunque hoy llegue tarde, vale más llegar bien presentado. Saliendo de la regadera se rasurará. No importa llegar quince minutos más tarde.

El chorro de agua sobre la nuca y la espalda termina de activar a las últimas neuronas que aún andaban de viaje. Mientras se enjabonan mutuamente la espalda y los brazos, ella se pone a murmurar una melodía.

Media hora después, salen de la regadera. Él limpia el espejo, y busca la espuma para afeitar. Abre la llave. Demasiado caliente. La gira un poco a la derecha. El calentador aún se oye rugiendo en la cocina, pero el chorro ya es soportable. Se remoja la cara y la cubre con la sustancia verdiblanca. Cuando se rasura saliendo de la regadera, el rastrillo recorre la piel con menos reclamos. Muy útil sobre todo cuando ella insiste en ayudarle. Se enjuaga de nuevo.

Él sale del baño con la toalla en la cintura. Ella, en el pecho. Entran al cuarto, que sigue iluminado de gris como antes. Él se acerca al televisor para encenderlo como es costumbre, para enterarse de las noticias mientras terminan de vestirse. Presiona el botón. Ella presiona el botón de nuevo. No, hoy no. El pequeño ojo rojo del aparato les guiña en complicidad. Aunque sea por un rato, hay que disfrutar la mañana.

Porque las mañanas grises también se disfrutan. Sobre todo aquellas como ésta, en que no hay tráfico. Se asoma por su ventana, apenas dos o tres coches pasando. Por alguna razón, no hay el típico griterío de cláxones al que ya están acostumbrados. Mañanas así hay que disfrutarlas sin el ruido policromático del programa matutino.

Dentro del cuarto sólo se oye el siseo de las toallas, labios entrelazados, la piel suave que acaba de salir del vapor, abrazos, caricias. Afuera, la mañana gris con su ruido gris. Uno que otro coche pasando sin hacer mucho escándalo. A lo lejos se distingue el chirrido de uno o dos pájaros sobre el árbol. De repente una señora camina por abajo de la ventana, platicándole a su comadre que si Rodrigo se fue muy temprano a trabajar, y dejó la ropa toda tirada. Le platica, sin salirse del matiz gris del ambiente.

Es curioso cómo se regalan sus secretos sin hablar. Es curioso cómo bajo la ventana pasan tantos personajes, sin saber que ellos están entregándose ahí tras el cristal, presentes físicamente en la plática de la gente que pasa, pero sin escuchar otra cosa más que sus propios latidos. Ellos están solos, desintegrando el tiempo que los rodea, desapareciendo la luz gris, desvaneciendo todo. Porque lo tienen todo.


Ya vestido, con los zapatos abrochados y el saco y la corbata en la mano, él busca las llaves para salir. Cruza el comedor volteando a verla de nuevo. Con sus ojos brillantes, ella le manda un beso. No hubo tiempo de comer algo de desayuno, no importa. Ya pedirá algo de comer desde la oficina. La puerta tiene cerrado el pestillo de arriba. Mete la llave. La gira a la derecha. La puerta está libre.

Él sale de la casa. Todo está listo. Todo listo para que hoy sea un gran día.